Somos hijos de profetas y profetisas.
Profetas del ayer y del hoy, que con sus ojos espirituales disciernen los acontecimientos del mañana.
Profetisas de piel negra y cobre, que bajo unción sagrada manejan velos extraordinarios, y miran al mundo que cambia.
El tiempo y el espacio cambian para nuestros padres y ancestros. Muchos de ellos emigraron de sus tierras, y se honoraron como profetas de tierra lejana.
Por medio de sueños, nos revelan un mundo que ellos conocieron, remoto al nuestro.
Nos guían por vía astral, a las profundidades del aire liviano, sin gravedad, y a las superficies del agua densa, como si estuviese saturada de sal.
En este mundo ancestral, no morimos ni ahogamos. Somos aire y agua a la vez, porque nuestro cuerpo no empieza ni acaba con la carne.
Somos guiados por símbolos de personas que amamos, que en sueños nos indican que nuestras palabras y emociones no se proyectan a otros ni a nosotros mismos, sino que todo se nebuliza en el universo entero.
Por eso cuando veo tus ojos y te amo en sueño, no eres tú a la que amo, es al universo en forma de ti a quien quiero.
Somos hijos de profetas que aún están vivos, quienes batallan por el balance de su conocimiento sagrado y su ego. Su presencia nos ayuda a reflejar quienes somos, y de donde empezamos este proceso. Mientras más se hacen viejos, más los queremos.
Somos hijos de profetas que cuidamos como niños. Es una reciprocidad divina, porque niños fuimos con ellos, y bajo el efecto del tiempo, niños somos todos.
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