“Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” Si en algún día se me olvidan todas las frases que me dijiste, todas las bromas, y todos los consejos, esta será la última frase tuya que me voy a olvidar, papá. Tengo una memoria muy viva de la primera noche cuando me recitaste este versículo – te lo tenías memorizado y esperaste a decírmelo una noche en Surquillo. Después de la primera vez que me la dijiste no paraste en recitarla una y otra vez, cada vez con más alegría que la última. Me diste desde niño la responsabilidad de cuidar mi inocencia. Fuiste un gran ejemplo para esto, ya que a ti nunca se te perdía esa autenticidad de espíritu que solo los niños tienen. Me diste el regalo de nunca olvidar que no importa que tan viejos seamos, aún somos niños en alma. Esto me ayudó mucho este último año, en el que me encontré por completo con mi niño interior para sanar a quien soy hoy en día. Fue tan grande la sanidad y conocimiento de mi niño interior propio que ese viernes 30 de abril por la noche me decidí que al día siguiente oraría por la sanidad de tu niño interior. Era esa mañana del sábado 1 de mayo que me postré en frente del altar en mi cuarto y por medio de mi meditación me acerqué a tu espíritu en forma de niño. Lo encontré con una sonrisa – no era muy difícil materializarlo porque asumí que ese niño era exactamente igual a mí. Sonreiría igual que yo. Después de verme cara a cara con tu espíritu en forma de niño, llegué a visualizar una esfera dorada que salía de mi corazón y que mandé a encontrarse con el tuyo. Te mandé mi sanidad, mi último regalo en forma espiritual para llenar tu cuerpo. Yo sé que esa sanidad te llegó. Era la culminación de varias conversaciones que ya habíamos tenido. De todos los regalos que me dejaste, tu niño interior es la joya más preciada que ahora guardo en mi corazón. Ahora mi niño interior tiene un amigo con quién jugar. Por ti, ahora tengo dos almas gemelas dentro de mí.
Siempre te cayó bien ser un mellizo.
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